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El Colegio de San Ildefonso, vórtice de la nostalgia | Luis Eduardo Garzón Lozano.

Foto del escritor: Mtro. Luis Eduardo Garzón Lozano.Mtro. Luis Eduardo Garzón Lozano.

De la mano de uno de sus últimos alumnos Luis Eduardo Garzón Lozano, una historia que se teje en la inspiración colectiva.


Del: Mtro. Luis Eduardo Garzón Lozano*

La sobremesa de un almuerzo, tras un seminario en el Colegio de San Ildefonso, provoca estas líneas. A la pregunta sobre el efecto que el edificio produce en sus habituales, la memoria se convierte en motor de recuerdos, propios y ajenos, que le otorgan significado a instantes en los que, por más de cuatrocientos años, el magno claustro barroco nos ha hablado desde las aulas, en sus jardines, en los famosos barandales y arcadas, de la historia, la literatura y el amor, como alimento de la esperanza de miles de estudiantes.


Ubicado en el corazón del barrio universitario de la Ciudad de México, fue sede del noble y más antiguo Real e Imperial Colegio de San Ildefonso, pero, también, cuna de la Escuela Nacional Preparatoria que fundó la República restaurada, a iniciativa del doctor Gabino Barreda, con el beneplácito del presidente Juárez. El recinto albergó la ciencia, la cultura, la educación y el conocimiento, a la par que la pasión, la inquietud, los sueños y las aspiraciones de muchas generaciones que, en sus años de aggiornamento, vivieron en la vieja casa de tezontle y cantera lo mejor y lo peor de nuestra sociedad, una parte vital de nuestra historia, tan cerca de los centros del poder político y religioso de México en el Zócalo capitalino.


¿Qué activa la nostalgia de San Ildefonso? El recuerdo, representado en imágenes y en palabras: es el recinto de los jesuitas expulsados; de los jóvenes que, educados por ellos, dejan el aula para incorporarse a la guerra de Independencia; de liberales y conservadores en pugna tanto en las calles como en las aulas; de la imposición para ser cuartel de los ejércitos de Flandes en 1767, de Estados Unidos en 1847, de los franceses en 1863, y del bazucazo que, en 1968, dejó una herida abierta que aún no cierra.


Academia de jóvenes de diferentes estratos, de diversas partes del país, llegados a San Ildefonso esperando tejer un mañana, marcado por un constante e incierto futuro que, en ocasiones, tornaba claridad desde las aulas. Y digo academia porque no hay etapa que no se defina por la juventud ahí educada, pero también por los docentes que, forjadores de temple y de talento, impulsaron la imaginación, el talento y la creatividad de sus educandos, y quienes, con su solo nombre, marcaron las aulas: Sebastián Lerdo de Tejada, Guillermo Prieto, Justo Sierra, Ezequiel A. Chávez, Luis G. Urbina, José Gaos, Palma Guillén, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Julio Torri, José Romano Muñoz, Eduardo Villaseñor, Daniel Cosío Villegas, Helia Paz Rivera o Severo Chapa Tijerina, entre muchos otros.


En San Ildefonso, jóvenes y educadores construían historias. El maestro Erasmo Castellanos Quinto, que iniciara su más de medio siglo dando cursos de literatura con clases a salón abarrotado por su elocuencia y pasión, tenía como alumnos a Rubén Bonifaz Nuño y a Ricardo Garibay, quienes disputaban el aprecio de su mentor; era el mismo de quien otros estudiantes, años después, al final de sus días en la cátedra, solían buscar aprobación —como recuerda su alumna Margo Glantz— presentando como propios algunos versículos de las canciones de Agustín Lara, que el maestro escuchaba deleitado.


En el ojo del torbellino de recuerdos que nos lega la nostalgia, éstos llevan a muchas plumas a expresar pasión por sus andanzas en la escuela y en el barrio universitario, en novelas, ensayos, cuentos, obras de teatro o poemas, entre otras expresiones. Para Gabriel Figueroa, la fuerza del muralismo que admiró en San Ildefonso está plasmada en su fotografía cinematográfica; para el dramaturgo Héctor Mendoza, la sordidez de una adolescencia que se rendía al amor sin ataduras ni márgenes está en su ópera prima Las cosas simples; para el poeta y escritor Marco Antonio Campos, los días de intensa actividad estudiantil de los sesenta, en su novela Que la carne es hierba; o, en páginas escritas por Elena Garro o Gloria Harmony, que recuerdan los tiempos escolares de la primera. Muchos ensayos o libros dejaron hazañas juveniles en ese lugar, descritas por Juan de Dios Peza, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Jaime Torres Bodet, Alejandro Gómez Arias, Baltasar Dromundo, Miguel Alemán, David Alfaro Siqueiros, Juan Bustillo Oro, Andrés Henestrosa, Salvador Azuela, Mauricio Magdaleno y un muy largo etcétera que suma un vasto coro de mujeres y hombres a quienes une un edificio, el Colegio de San Ildefonso; una etapa, la juventud; y un tiempo, el de la formación, la creación, la inquietud, la rebeldía.


Ser joven en el Colegio de San Ildefonso incluía los tiempos en el aula; a aquellas personas que compartían la materia de su cátedra con pasión, así como, en muchas ocasiones, sus preocupaciones sociales o políticas; la confidencia en los corredores, la aventura cotidiana de recorrer las calles, los parques, las plazas con amistades del momento que, en muchos casos, se convirtieron en un para toda la vida; y, como le sucedió al joven estudiante Fernando del Paso, el amor a primera vista por “un ángel”, alumna como él, que fue su compañera de vida hasta el final de sus días.


Esa juventud compartió, también, lo que acontecía en las calles aledañas. El barrio universitario, poco después Centro Histórico, invitaba a la exploración en librerías como Porrúa hermanos, Robredo, El Volador, Herrero e, incluso, la vieja Librería de la viuda de Ch. Bouret, al igual que a la búsqueda de espacios de “ocio, gozo y retozo”, como cafeterías, bares, billares, cantinas y pulquerías: el salón “Ideal”, el “Centro Catalán”, “La Flor de Oaxaca” o “El Congreso” y, sobre todo, el café “La Esperanza”, atendido por el legendario chino Alfonso, que fiaba y confiaba las más de las veces a los estudiantes el desayuno o el almuerzo, y que se convirtió en centro obligado de reunión de muchas generaciones. Dato curioso es que, a finales de la segunda mitad del siglo xx, en el mismo sitio del viejo café del chino Alfonso, se ubicó una fonda en la que nuestra generación concitaba, al compás de una rocola, charlas y conspiraciones de la política estudiantil.


Con dos turnos, la prepa de San Ildefonso preserva dos rostros diferentes de la metrópoli. El deambular matutino que iniciaba al filo de las seis de la mañana, y el nocturno, al marcar las diez de la noche, al término de la última clase. El arribo al edificio obligaba el uso del viejo y nuevo tranvía —aquel de mulas, éste eléctrico—, de los autobuses de línea y de los taxis “cocodrilos”, del subterráneo y sus olores, o, simplemente, el camino a pie, con aquellas prisas que obligaban a madrugar para atender el llamado de entrada minutos antes de las siete, en muchas ocasiones, acompañados con la pobre iluminación del amanecer. Los obstáculos para llegar a la clase, como el tráfico y las tentaciones, no eran menores, pero ninguno como aquellos que encaraba el estudiante Daniel Cosío Villegas, durante el conflicto constitucionalista, con fuerzas federales enfrentadas a zapatistas y villistas en el Zócalo, que lo obligaban a recorrer el Portal de Mercaderes ocultándose de alguna bala perdida para llegar a tiempo a clase, y descubrir que, no en pocas ocasiones, las aulas se habían cerrado para no poner en riesgo al alumnado.


Por las noches, tocaba salir del aula a buscar el último camión, la pesera, el tranvía de las horas finales de ruta o la estación casi vacía del metro; caminar sobre el oscuro pavimento marcado por los hedores de la actividad cotidiana y, sobre todo, por personajes que daban color a los trayectos diarios: una mujer apostada en la entrada de un hotel, esperando un cliente; una familia que, alumbrada bajo un farol, tenía el anafre listo para comensales que saciaban su hambre con antojitos cuyo aroma y sabor resultan hoy irrepetibles; jardines y plazas que, luminosas horas antes, ahora guardaban en la penumbra a quienes, por unas monedas, lo arriesgaban todo; y, la mendicidad, a flote con el arribo de las sombras, sin edad ni género.


Escenas, sonidos y aromas se nos hicieron propios: tanto “el santo aroma de la panadería”, las armonías del organillero y el afilador o el viejo pregón del ambulante, como aquella grabación que ahora nos llama en todas partes: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas…”. Los boleros, los evangelistas y los vendedores de periódicos de la Plaza de Santo Domingo eran parte de nuestro panorama diario, así como los vendedores de gelatinas o los ropavejeros, igual las mesas con libros apilados que se vendían por unos pesos en las librerías de viejo o la oscura entrada de aquel museo de cera que, en la calle de Seminario, mostraba en la entrada casi siempre a un maltrecho Charlot o a un desencajado Agustín Lara al piano que invitaban al viandante a visitarlo.


Verbenas populares, bailes de gala, conciertos, certámenes de oratoria y conferencias abiertas a todo público, en sus patios y auditorios, muestran cómo la vieja casona barroca fue siempre parte activa de la vida académica y social de nuestra ciudad, no menor que muchas de las casas de estudiantes y hostales en los alrededores de San Ildefonso que hospedaban a quienes venían a estudiar la preparatoria, como el caso de los hermanos Jesús y Venustiano Carranza, quienes vinieron de Coahuila a cursar estudios preparatorios y encontraron habitación frente al portón principal de la escuela, en el mismo lugar donde también vivió sus días en México José Martí.


Fueron sitios de peregrinaje estudiantil, también, sus salas de cine, como el famoso cine Goya, que dio origen, con su llamado, a saltar la clase para escapar al amplio cuarto oscuro que ofrecía a cambio la luminosidad del celuloide. “Goya, Goya…” se escuchaba entre los patios como llamado para vaciar, poco a poco, aulas de estudiantes que se encaminaban al viejo cine de tres mil butacas que estaba a unos pasos, donde los maravillaban desde el blanco y negro hasta el technicolor en las aventuras, los dramas y las comedias que Hollywood producía, o aquéllas, las ahora joyas de la Época de Oro del cine mexicano, apenas de estreno. Las palomitas, los romances y los “Goya… Preparatoria” al ingresar a la sala en tinieblas, así como los gerentes pidiendo que los estudiantes se comportaran y Luis Rodríguez, “Palillo”, formador de la Porra Universitaria, que conseguía la entrada a las salas de cine a cambio de llenar los estadios donde los Pumas se disputaban la copa de campeones en la liga estudiantil, cuyas fuerzas en contienda más relevantes eran la Universidad y el Politécnico, fueron parte de ese mismo lugar, el cine Goya, donde el dancing hacía territorio y permitía que en tardeadas plagadas de música vibrante se impusiera una identidad juvenil que se asomaba con sus bailes a los “prohibidos” (para los muy jóvenes) cabarets.


Sin darnos cuenta, la historia que nos lleva al vórtice de la nostalgia se teje en inspiración colectiva, reflejada con prístina claridad en una pieza, el “Nocturno de San Ildefonso”, donde el Octavio Paz adulto traza rasgos de su versión más joven y del espacio en el que, como la del resto de nosotros, quedó atrapada su mirada distante. El poema describe una caminata nocturna que, paso a paso, nos acerca a las figuras y a los espectros amigos que encuentra, pero también a las lecturas y aspiraciones de su generación, a la que, en sus palabras, faltó humildad, “soberbia de teólogos”, pero que quiso “enderezar al mundo”.


Este sentido recuerdo de San Ildefonso no es ajeno a otros: así sean Villaurrutia o Novo en sus poemas o Alfonso Reyes en su muy emotivo “San Ildefonso”, en cuyos versos recuerda su Casa, pero no sin añoranza o sin dolor; así sea Juan de Dios Peza, que narra la franca camaradería de sus años mozos en el viejo claustro, a la par de la oscura leyenda de San Ildefonso; o las imágenes que Frida Kahlo dedica a sus entrañables compañeros “Los Cachuchas”, cuyas travesuras pusieron a este grupo de jóvenes en la mira de más de un prefecto escolar.


La rebelión de uno fue la de todos. La inconformidad a los abusos se expresó cada momento a través de la voz, con ideas y propuestas y, cuando fue necesario, en las calles. A sus jóvenes habitantes les llamaron novicios jesuitas; baccalaureos (bachilleres), como al recién aprobado Periquillo Sarniento, en el umbral del siglo xix; pollos en busca de destino, para José T. Cuéllar, en el primer tercio de ese siglo; alonsaicos en el rectorado de Sebastián Lerdo de Tejada; preparatorianos en tiempos de Barreda, en 1867; científicos, ateneístas y sabios (siete) al final del porfirismo; soldaditos de once años de la Preparatoria, a los ojos de Belisario Domínguez, al criticar, en 1913, la militarización educativa dictada por Victoriano Huerta; cachuchas, como símbolo de rebeldía, en tiempos de incertidumbre. Hubo algunos nombres más, como conejos y pistolos, poniendo nombre a un conflicto ideológico, de conservadores y liberales, que impregnaba la preparatoria y la universidad; porra al grupo que animaba los partidos de futbol americano y porros a quienes asolaban el plantel, como a otros tantos; editores, a los responsables de revistas literarias que proliferaron por décadas en el recinto; planillas, a las representaciones estudiantiles buscando el voto de sus compañeras y compañeros. Y, finalmente, en la casa preparatoriana, conspiradores, insurrectos, provocadores, a los testigos de la invasión al recinto, tras la caída por un bazucazo del añejo portón de la preparatoria. Quedaríamos, en los resabios de esta historia, quienes vivimos la salida de la preparatoria del entrañable barrio universitario, a quienes nos llamaron la última generación, marcada por el privilegio de concluir sus estudios en las mismas aulas que el resto de aquellas que fueron parte de los cambios que, a lo largo de los años, vivieron el país, la Ciudad de México, el barrio estudiantil y nuestra Escuela.


Mientras escribo estas líneas, el silencio de las imágenes que se conjugan en el vórtice de mi nostalgia, la nuestra, por el edificio preparatoriano colonial acalla los ruidos que la cotidianidad produce para trasladarnos, una vez más, a una de las épocas más felices de nuestra existencia, la de cientos de generaciones que vivimos y convivimos, sin darnos cuenta, en el mismo tiempo, el ahora, entonces; y, en el mismo lugar, el querido y entrañable Colegio de San Ildefonso.


 

*Mtro. Luis Eduardo Garzón Lozano.

                             

Luis Eduardo Garzón Lozano es promotor cultural de vocación y cuenta con toda una vida profesional en la administración pública local y federal, en el Congreso de la Unión, como asesor parlamentario, y en la academia. Ensayista vinculado a las relaciones internacionales, la política interna y los medios públicos, fue exalumno de la preparatoria nocturna de San Ildefonso e integrante de la última generación que, en 1980, concluyó sus estudios en ese claustro. A raíz de ello, escribe La Historia y la Piedra. El antiguo Colegio de San Ildefonso (2016, tercera edición) como recuento de los sucesos que marcan la vida del edificio barroco y que le unen al desarrollo histórico de México.


Fue coordinador del Canal Once, cadena de Televisión Pública Mexicana XEIPN-TDT perteneciente al Instituto Politécnico Nacional (IPN) de 2013 a 2021.

 

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